Tenía que escribir. Hoy es de esos días que empiezan muy
bien, pero que poco a poco se van tornando a gris. Y no sólo por los nubarrones
que continuamente amenazan lluvia en este cambiante tiempo de mayo.
¿No les he hablado nunca de los Señores Mira? ¿Nunca les he
hablado de este matrimonio catalán? Hoy lo voy a hacer. Los que han tenido
acceso a mis últimas prácticas de redacción, vieron como Jaime hacía una
pequeña aparición en una de ellas contando la historia de un camionero
estrechamente relacionado con la cabina de su camión. Y, aunque le llamara Jaume
en esa columna, me di cuenta de que la historia de ellos dos debía ser contada. Siendo un niño, él me la contó.
La historia de Jaime y Ángela comienza hace muchos años,
tantos que en 2000 celebraron sus bodas de oro. Jaime estaba locamente
enamorado de ella: la veía cómo se asomaba todos los días por el balcón de su
casa. Y lo mejor, se dio cuenta de que lo hacía siempre a la misma hora. A
partir de entonces, decidió pasar todos los días por allí para intentar que ella
se fijara en él. No le decía nada, algunas veces la miraba.
Jaime tuvo que cumplir con la Patria, por lo que abandonó su
rutina al ser llamado al Servicio Militar. Y, cuando se licenció, siguió paseándose
vestido de uniforme. Hasta que llegó el
día en el que Ángela se fijó en él y empezaron a hablar.
Jaime comenzó a trabajar como camionero, recorría toda
Europa haciendo portes. Ángela le acompañaba en sus viajes.
Después de muchísimos días y noches subidos en la cabina,
después de muchísimos kilómetros sobre el asfalto y horas pegado al volante,
Jaime fundó su propia compañía de transportes. Y, con mucho sudor, esta empresa
fue yendo a más. Tanto, que pudieron seguir viajando todo lo que quisieron sin
depender de una carga a la que transportar.
Sólo había una pena: nunca tuvieron hijos. Pero eso no les
impidió recorrer medio mundo. Nunca pisaron Oceanía, pero entrar en el
despacho de Jaime es ver un gran mapamundi lleno de alfileres con las ciudades
en las que han estado y otros dos más pequeñitos con Europa y España ampliadas
para terminar de señalar lo que la escala del primero no permite.
En 1990 viajaron a Canadá. Allí, casualidades del destino,
coincidieron con un matrimonio andaluz de viaje de novios: mis padres. Y no contentos con eso, la amistad
se fraguó al ser amigos íntimos de parte de nuestros familiares de Gerona: veraneaban en el pueblo de donde es oriunda mi abuela. Desde aquel momento, forman parte de mi
familia y, siempre que nos era posible, alguna de las dos casas se escapaba
para intentar llegar a Sevilla o a Barcelona. La última vez que pude verles fue
en 2004, para la Comunión de mi hermana. Por supuesto, hablábamos con ellos
cada dos o tres semanas.
En 2010 cumplieron sus bodas de diamante: 60 años juntos.
Mis padres, en representación de la familia, fueron a celebrarlo con ellos.
Pero algo había cambiado: Ángela empezaba a sufrir olvidos.
Desde entonces hasta ahora, Jaime ha tenido que ser el copiloto
de este amargo trance para los dos que cada vez se agravaba e iba a más. De
tirar para arriba de sí mismo para que no les afectara demasiado a los dos. Y
nosotros desde aquí, como buenamente nos permitía el hilo telefónico, de darle
todos los ánimos que pudiéramos.
Hoy, en esta mañana de uno de esos días que se tornan a
gris, mi madre vino a recogerme para darme un paraguas del que guarecerme de la
lluvia. Y, en mitad del chaparrón, me comunicó que Ángela se había ido. Y sé
que, con el mal que le estaba haciendo aquello que no le dejaba ser ella del
todo, era lo mejor que podía pasar.
Sólo tengo un temor: no quiero que Jaime se baje de su
camión para esperar, sentado y triste, en el andén a que pase ese último tren
que les reencuentre a los dos.
Ahora, que estás arriba, sólo nos queda a los demás recordar
tu risa y tu vitalidad para impregnarnos de ella. Y acordadnos siempre de
vosotros, con una sonrisa esbozada en los labios, cuando escuchemos alguna de
esas habaneras que tanto os gustan.